HISTORIA MAL CONTADA
DE AMOR
Somos Alberto e Isabel, los de
la casita blanca de dos pisos.
Los vecinos no saben mucho de
nosotros, pero llevamos varios años aquí.
Hemos sido felices.
Somos Alberto e Isabel,
Crecimos juntos en el sur, en
una playa que huele mucho a pescado, tanto, que ese olor se queda impregnado en
su gente.
De ahí que nadie nos mire ni
hable con nosotros.
Estudiamos juntos también, y
juntos dejamos de estudiar.
Abandonamos todo, es decir, no
mucho: aquel olor apestante a pescado, el frío en las rodillas, el tumulto de
los ómnibus donde éramos eso: NADA.
Somos Alberto e Isabel, los de
la casita blanca de dos pisos.
Yo soy Alberto, ella Isabel.
La casita blanca yo la
construí como ella quería.
Porque llegamos acá como dos
locos, sin nada, en un tren largo y lento. Y yo tuve que trabajar.
Y empecé de albañil. Se estaba
construyendo una escuela.
Había muchos esperando un
lugar. Pero yo, con el acento del sur, impresioné bien.
En realidad de albañil no
sabía nada.
Pero aprendí.
Alquilamos un cuarto de una
pensión. Comimos poco.
Ahorramos casi todo.
Al terreno lo compramos
barato, de otro loco como yo que se iba para allá a empezar la misma historia.
Tal vez con otro final.
Yo, Isabel, soñaba siempre con
una casita blanca, pequeña y de dos pisos. Con este balcón lleno de flores.
Siempre, cuando era chica,
dibujaba esta casita.
Eso sí: lejos del mar.
El mar me asustaba. Su tamaño
imponente me asustaba, y cuando embravecía me recordaba a mi padre: grande,
poderoso, gritón.
¿Mi madre?
Mi madre era blanca y delgada de
vestido azul descolorido.
Si hubiera venido a visitarme,
los vecinos me habrían dicho cuánto nos parecíamos yo y ella.
Bueno, si los vecinos me
hablaran, digo.
Si hubiésemos tenido hijos yo
los llevaría a la escuela y ahí… sí, conversaría con esas gordas que pasan
todos los días con los suyos de la mano.
Quizá porque no tuve hijos es
que no quedé gorda como ellas… pero son simpáticas, me parecían simpáticas. Se
sonríen unas a otras y siempre tienen un asunto.
O quizá las mujeres flacas de
este pueblo son esas que llevan a los hijos en auto a la escuela.
Pero nosotros somos un mundo
aparte: somos Alberto e Isabel.
Nos amamos mucho.
Nunca peleamos.
Yo soy el primer hombre de la
vida de Isabel, el único.
Ella tenía doce años y yo unos
dos o tres más. Éramos de la misma clase porque yo era un mal estudiante.
Yo ya conocía otras mujeres,
lógico.
Cerca de donde vivíamos había
varios kilombitos.
Yo no tenía plata nunca, pero
copé con una mina un buen tiempo… y después con otra… y con otra.
Una vez se pelearon por mí
unas locas y a una le costó el trabajo.
Se llamaba Ruth la perra, me
acuerdo. Era un putón, un pedazo de
hembra. No se que será de ella, infeliz, pero me hizo hombre para Isabel.
Le gustaba que la cholearan en
la cama. Yo no sabía. Había sido hembra de mi padre… él me contó, y ahí yo me
avivé y la tuve cuanto me dio la gana.
Isabel estaba bien crecidita,
linda… linda… y tenía poca ropa… no por provocar sino de tan pobre.
Éramos muy pobres allí.
Veníamos del liceo, ella
sentía frío.
Yo la abracé con el pretexto
del frío, después que bajamos del ómnibus.
Nos quedaba un buen rato de
caminar en la arena hasta llegar.
Yo no me aguanté.
¿Ella? Ella se dejó hacer, y
se ve que le gustó. ¡qué tiempos!
Y así comenzó esta historia.
Así comenzó.
Y así fuimos lo que fuimos:
dos apasionados, siempre, digan lo que digan.
Yo siempre inventé las
locuras, como la de amarnos, como la de dejar aquel olor que nos convertía en
basura de la sociedad y tomar un tren sin saber donde paraba… y ella era mi cómplice, siempre, siempre.
Somos Alberto e Isabel:
cuerpos y almas inseparables. ¿Testigos? La casita blanca de dos pisos que para
ella yo construí, las flores que le planté en nuestro pequeño jardín…
…aéreo. Yo siempre le pedí
así.
Él me lo hizo. En el balcón.
Abajo no había jardín. Las plantas las cuidaba yo. Las flores están ahora aquí.
Las trajo una vecina cuyo
nombre nunca pregunté.
Yo voy todos los domingos a
ver a Isabel, tengo permiso para eso.
Los tipos se quedan en la
camioneta.
Confían en mí.
Alguna vieja chusma trajo las
flores, pero igual me alegra que estén aquí.
Si tiene poco sentido, allá
directamente no tiene ninguno.
Cuando salga, no habitaré
aquella casa.
Otro tren me ayudará a vivir.
Somos Alberto e Isabel, aún
así.
Nos amamos mucho.
No nos peleamos nunca.
Él construyó la casita de mis
sueños para mí.
La escalera no era segura, eso
sí, pero como él lo dijo: “todo a su tiempo”.
Recuerdo la cara de mi madre,
no sé por qué, igualita a mí, o yo igual a ella.
La recuerdo, en fin…
Si tuviéramos dinero
suficiente, él hubiera arreglado la escalera.
Él hacía todo para mi, por mí.
No nos peleábamos nunca.
Él no me empujó. Yo caí.
Siempre fui una desatenta.
Nunca me pegó. Fue así.
Los hematomas de mi rostro y
de mi cuerpo, son consecuencia de la caída.
Y lo que dice el médico y la
gente
ES MENTIRA.
24/05/05.
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